Días de Paz. Parte 1: Tregua.
Todo comenzó un sábado por la tarde. Regresaba con un cigarrillo encendido de mentolada humareda en una mano, y una sudorosa cerveza en la otra.
Lo busqué en la acera enfrente al supermercado para entregarle su alicorado brebaje, pero entre todo la gente que estaba en el lugar él brillaba por su ausencia. Sacudí con enojo la ceniza y parte de la punta se desprendió y cayó en mi pecho, agujereando ligeramente la chaqueta negra que usaba para las salidas. Entre jolgorios y risas la gente a mi alrededor bromeaba, y él había desaparecido. Mire rápido por los alrededores y lo busque por los locales callejeros cercanos que vendían toda clase de basura y productos de dudosa calidad. Cuando la mano que sostenía la cerveza helada me ardía a causa del entumecimiento lo encontré frente a un puesto de pizza, que estaba llenando el ambiente con el inconfundible olor del queso quemado.
Con furia me acerqué con el odio desenvainado, listo para reclamar el abandono de su… fuera lo que consideraba que yo era en su vida. Por supuesto que ese era solo un pretexto para reclamar cualquier problema que tuviéramos pendiente, como lo hacíamos periódicamente. Para esas fechas nuestra relación, si es que a esa informalidad que teníamos se le pudiera llamar así, se basaba en discusiones esporádicas, poco sexo, muchos silencios agrios, y sobre todo, heridas morales que ambos nos infringíamos con calculada paciencia.
Me puse al lado de un árbol cercano y lo observe desde ahí. Él se encontraba abstraído por completo y con la vista fija en los cristales donde estaban exhibidos los alimentos. Con desconcierto, mi mirada se deslizó entre los vidrios hasta llegar a su cara pensativa, concentrada, feliz. La abertura de la boca y la brillante lengua acariciando fugazmente sus labios, la tensión en la quijada… la misma expresión de nerviosa expectativa que ambos teníamos la tarde en que nos conocimos: los dos en un café internet solitario, una ligera charla previa, una mirada, y lo demás no tardó mucho, más bien fue instantáneo.
El manojo de queso derretido y productos cárnicos emergió de entre sus congéneres y se elevó hacia el cielo artificialmente iluminado del local. Supe entonces que sus ojos y los míos miraban, por primera vez en mucho tiempo, algo que a ambos nos importaba, aunque fuera únicamente en ese momento. La espátula del cocinero hizo unos ágiles movimientos y la regordeta pizza aterrizó sana y salva en la típica pieza de cartón triangular para ser rescatada del calor de la cocina por la palma abierta de él, que ya la esperaba. Se dirigió hacia donde yo estaba y lanzó una mirada extraña. Tomó la cerveza y me dio las gracias mientras extendía hacia mí la merienda. El sonreía. "Gracias a ti", respondí aceptando su regalo. También sonreí. Yo mordí mi triangular alimento, él sorbió su cerveza.
Nos miramos. Sentí que apenas acabábamos de conocernos, aunque en realidad había pasado poco más de cinco años de acercamientos y alejamientos. Así nos mantuvimos unos pocos minutos, ignorando la nutrida concurrencia que había en ese momento en el local y en la calle, típica de los fines de semana. Me pareció que el sonido producido por sus charlas y sus risas era parte natural del ambiente, como lo es el respiro del viento o el correr del agua. Las burbujas de su bebida bajaban por su garganta con una velocidad medida, al igual que un tigre que con calma toma de un pozo transparente. En cuanto a mi, el masticar era despacio, hipnótico, como un antílope devorando las briznas de jugosa hierba mientras contempla el atardecer.
Se acabaron la pizza y la cerveza. Los tiramos en una basura cercana y, sin pensarlo, caminamos uno al lado del otro al son de un mismo compás. Siempre rehuíamos el uno al otro, con discreción más que temor, pero ese sábado por la tarde con tintes nocturnos recorrimos nuestro trayecto como cualquier par de amigos más que cercanos. Hubo algunas miradas hacia nosotros, a nuestras caras, y alguna que otra hacia mi agujero de cigarrillo en la chaqueta. Por más intensas que fueron no lograron hacer mella en nosotros. Es más, recuerdo que no causaron ninguna emoción, ni enojo, ni miedo… nada. Era como ver desfilar los dientes de acero de las escaleras eléctricas: se ven peligrosos, pero a una distancia prudente son inofensivos.
Esa noche terminamos bebiendo hasta el amanecer. Sin que nos diéramos cuenta el agrio silencio que nos había envuelto desde hacía meses se rompió en una cadencia de jadeos que llenaron la habitación en la que terminamos alojados. Alcance a escuchar trinos de pájaros a través de la ventana. Momentos después estallamos juntos. El día ya había comenzado.
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