Días de Paz. Parte Final: Separación.

Hacía poco nos habíamos despertado. Aún estábamos aturdidos por la salida de la noche anterior, una más de tantas que nos dejaban con una resaca monumental. Se levantó sin mediar palabra y le quitó las gotas heladas a una lata sin destapar de vodka, mientras preparaba una copa de cristal, de esas de aguardiente. Yo miraba el proceso con mucha calma, sin contrariedad. La ciudad estaba en calma. De afuera no llegaba ningún ruido a excepción del esporádico paso de algún automóvil o el ladrido lejano de un perro. 

Abrió la lata de vodka y colocó sobre la cama una toalla que había cerca. Con un movimiento de cabeza me indico que me recostara encima de ella. Así lo hice. Como un tigre sediento abrió la lata de vodka y dejó caer un ligero chorrito de alicorada frialdad sobre mi, lo cual me hizo estremecer. El lo noto, y me besó profundamente. En un momento alargó el brazo y tomó la copa aguardientera. La deslizó delicadamente por mi tórax y abdomen, recogiendo las pocas gotas de licor que aún quedaban en mi piel. Desde ese punto levantó el ligero recipiente por encima de nosotros, y observó cómo las gotas se resbalaban en el interior del cristal. Nunca había visto tanta solemnidad en el rostro de alguien.

Llevó el vaso a su boca, y de un solo movimiento tragó el líquido. Repitió la operación pero a la inversa: Derramo algo de vodka sobre sí, recogió las gotas sobrantes y posteriormente me ofreció la copa de la misma manera en que se la había ofrecido él mismo. Aún con la pesadez de la resaca, deduje que estábamos haciendo: era, de alguna manera, un pacto íntimo y secreto, sin mediación de palabra alguna. Tuve un momento de duda. Él lo percibió, me acarició, rozó con sus labios el borde del cristalino recipiente a manera de un beso y volvió a ofrecerme el brebaje. Esta vez lo tomé y apure el trago. De nuevo sentí esa sensación mística que experimenté hacía semanas en la discoteca: aunque atenuada, era la misma. Y tuve la impresión que él estaba experimentando lo mismo que yo en esa ocasión. Terminamos embadurnados en sudor conforme nuestro deseo subía, totalmente eufóricos, él por tener su propio momento, yo por haber sido integrado en él…

Sus movimientos vigorosos me recordaron a la leyenda de Zeus convertido en animal montando a la doncella. Pasifae y el toro. Él y yo rehaciendo el mito, volviéndolo carne, sudor y lujuria, repitiéndolo en un tarde de domingo hasta que inevitablemente el final nos sorprendió. Unidos, pasaron horas sumergidos en el gran silencio. Todo se había detenido, no se escuchaban autos, ni perros, ni gente en la calle. Llegó un punto en el que creí que éramos los únicos sobre la Tierra, y sentí una punzada de miedo, un escalofrío que a manera de pianista recorrió velozmente cada una de las vértebras de mi columna, y unos momentos antes del fin mi memoria regresó a los acontecimientos de esa noche, lejana ya en el tiempo, pero cercana aún en mi memoria.

El gran silencio se desplomó cuando comenzó a reírse. Levanté los hombros y con la expresión facial traté de preguntarle cuál era la risa. -Tu chaqueta negra de las salidas.- dijo sonriendo mientras señalaba la prenda que colgaba al otro lado de la habitación, -Totalmente dañada-. Al principio yo también me reí, pero aquella frase pronunciada por él, como si fuera un conjuro, destrozó aquella paz que había durado prácticamente dos meses. El agujero en la prenda reapareció repentinamente para indicarnos cuál era nuestra situación, de la misma forma en que la fachada de una casa vista después de unas largas vacaciones le echa en cara a su propietario que debe retornar a su rutina asfixiante de todos los días.

Los días, las semanas y los meses continuaron. Las peleas, aunque al principio tratábamos de detenerlas, poco a poco regresaron a nuestra vida. A veces pienso que era mi deber abandonarlo, pero aquella noche de sábado se quedó tatuada en mí de una manera bestial: cada vez que nos peleábamos, cada vez que hacíamos comentarios hirientes en público o en privado, me venía el recuerdo de esa noche ena pista de baile a la mente, y todo, para mí, quedaba solucionado. Me gustaría saber si el acto de aquel domingo también lo mantenía a mi lado en los peores momentos. Creo que nunca lo sabré.

Duramos once meses más, nuevamente en esa cacería de alejamientos y acercamientos que tuvimos en el pasado. Hasta un día que totalmente ebrios y con la excusa de haber arreglado nuestras diferencias, terminamos en un hotel de dudosa reputación. Nos juntamos con el afán propio del libido etílico en que estabamos, y nunca más volvimos a vernos. Cada uno continúo con su vida. Han pasado varios años ya de todo esto, y no he vuelto ha saber  mayor cosa de el, salvó un par de conversaciones esporádicas en el celular. Hay momentos donde recuerdo esa noche en el bar: nos veo de nuevo bailando toda la noche, y lo recuerdo puro y lleno de luz, y me recuerdo enamorado, y feliz. Por eso es que siempre atesorare esos días de paz.


Fuente Fotográfica: Google Images.

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